Me contó un amigo su experiencia cuando fue a saltar en Bungee. Saltó el primero, con mucho nerviosismo y grito incluido. Cuando lo regresaron, le comentó al resto que el salto era lo mejor que le había pasado en la vida, que la sensación era indescriptible y que por nada del mundo debían perdérselo. Así, contagiado de entusiasmo, el siguiente procedía a lanzarse al vacío. Resulta que para el segundo aquello fue tan horrible como para el primero, pero cuando regresaba, en lugar de insultarlo, procedía a contagiar de entusiasmo al tercero, cosa de que todos, confiados, no hicieran por evitar la particular vivencia.
El entusiasmo tiene ese característica, es contagioso. En especial cuando en los ojos y ademanes de la otra persona se percibe la excitación por estar reviviendo, a través del relato, aquello que le aconteció o, acaso, algo que la persona desea.
Hace algunas semanas conversaba con una persona que tuvo la oportunidad de visitar Cuba en un par de ocasiones. Contaba lo interesante de la experiencia; lo distinto de la forma en que las personas viven; el trato particular que reciben los turistas y cómo a éstos se les vende un país que no es en el que los cubanos despiertan todas las mañanas; me habló de lugares famosos como la plaza en donde Castro compartía sus eternos discursos, de un mural en homenaje al Che Guevara, de La Bodeguita del Medio y de un lugar, aparte, en donde Hemingway solía tomarse sus Mojitos, entre otros. Un honesto entusiasmo asomaba con cada anécdota contada, a mí, que ya antes me llamaba la atención, se me multiplicó por mucho el deseo de visitar la isla.
Claro, si va —me dijo— vaya ahora que todavía están como están, luego, quizá muy pronto, el país va a cambiar y lo que le cuenten será historia, ahora, en cambio, puede ver su realidad.
Aquellas palabras tenían un sabor dulce y amargo. No puedo, pensaba, desear que sigan mal en beneficio de que yo pueda ser testigo presencial de sus desgracias, pero a la vez pensaba que no hay mejor forma de constatar el error que existe en el abuso del poder, en querer forzar las cosas y engañarse cuando con la fuerza se quiere volver en realidad algo que no lo es.
Recientemente tuve la oportunidad, o más bien decidí tomarla porque pude haber ido antes, de visitar Petén. Siendo mi primer visita, el destino obligado fue Tikal. Imaginarán, sin duda, que la experiencia es muy satisfactoria. Una maravilla ver las construcciones en medio de los árboles y uno que otro animal que se dejó contemplar. Imaginar aquello como ciudad, llena de gente, de comercio, de costumbres, de trabajo, de artesanos. Estar ahí donde toda una civilización se hizo camino para adaptarse al mundo y vivirlo a su manera. Soy escéptico, no creo en profecías, poderes, dioses y demás historias que al respecto se escuchan, pero en cambio admiro el trabajo que hicieron, los métodos que habrán utilizado, lo exacto de sus cálculos, lo interesante de sus observaciones, la creatividad y determinación para alcanzar sus metas.
Hacia la derecha del Gran Jaguar hay unas como habitaciones, según nos explicó el guía, pudimos entrar y tocarlas, estar en aquel mismo sitio que hace cientos de años tuviera un propósito muy distinto. Entonces vi las paredes de aquellas construcciones que tanto trabajo habrá dado que salieran a luz y que tanto costará mantener, y me indigné. Sentí entre decepción y enfado, tristeza y ganas de insultar a quienes, en una estúpida falta de control de su entusiasmo, decidieron que era buena idea escribir en aquellas paredes recuerdos de que estuvieron ahí o sus nombres entre corazones, como si a alguien le importara. Me hizo recordar la vez que, hace mucho tiempo, dominado por la presión social, cosa que no suele pasarme más, accedí a ir a una actividad religiosa en una iglesia en donde el mensaje fue sobre el séptimo u octavo mandamiento, según el acomodo que hacen las distintas creencias: “No robarás”. Y es que si a alguien, creyente o no, hay que recordarle que es malo robar, a aquel debemos declararlo un caso perdido, alguien cuya capacidad de razonamiento y de elección le fue hurtada, o acaso apartarlo para convertirlo en un caso de estudio. No se puede ser más obvio, como no puede serlo la importancia de no dañar, no solo aquellos monumentos testigos de tantas historias, sino lo que no es nuestro.
Sería una pena que, parecida a la recomendación que me hicieron de visitar Cuba, tenga que invitar a que visiten Tikal antes de que, como nos comentó el guía, eliminen la posibilidad de andar por entre aquellas construcciones y poder tocarlas, porque existe la idea de cercar las edificaciones para que la gente no tenga contacto con ellas y no tienda a destruirlas. La foto que acompaña éste post es de una de esas paredes.
La actividad del Bungee incluía dos saltos. Para el segundo decidieron que se lanzarían de espaldas. “Es mucho mejor, éste sí lo van a disfrutar porque como ahora ya sabe lo que se siente no da miedo” su entusiasmo, falso pero bien actuado, hizo que todos volvieran a caer en la trampa.
El entusiasmo tiene sus cosas, hay que saber controlarlo.
Saludos
PS. Espero visitar Cuba algún día, esté como esté.