Límites

cercaEn el fondo de la cuadra estaba la rotonda en la cual quedaba mi casa. Un lugar tranquilo donde no solía pasar nada, cosa que hacía que los padres, a pesar del barranco que estaba enfrente, nos dieran libertad para salir a jugar, incluso, a altas horas de la noche. Aquella tarde empezaba a obscurecer. Jugábamos un vecino, un primo, mi hermano y yo con una pelota que los del medio trataban de quitar a quienes estaban en los extremos. Yo estaba del lado contrario al barranco y arrojé el esférico con algo de fuerza, mi primo, quien la esperaba del otro lado, corrió a atraparla. Antes de llegar a ella apareció, viniendo del fondo, un hombre de apariencia desagradable. Desaliñado, sucio y de caminar raro sin que pareciera débil, nos vio fijamente a cada uno de nosotros unos segundos que parecían no terminar. Por alguna burla del miedo y de los sentidos vi que le brillaban los ojos, como si se hubieran encendido una luz de árbol de navidad en cada uno de ellos. Nos asustamos y cuando pude reaccionar grité a todos que entraran a la casa. El vecino, en la carrera, se golpeó con el portón, los demás entraron corriendo mientras a gritos pedíamos a la señora de servicio que abriera la puerta de la sala para sentirnos a salvo.

Seguro que no teníamos buena cara porque rápido nos dio a beber agua y cuando llegó un tío le contó que estábamos asustados. Se acercó con nosotros y le contamos la historia. Mi primo, presa de la imaginación o esclavo de la mentira, llegó a decir que por lo cercano que estuvo del personaje, porque todavía fue por la pelota, éste tenía los ojos cuadrados.

—Voy a salir a buscar a ese… —dijo mientras se ponía de pie— y no se preocupen, seguramente solo era un marihuano lo que vieron.

Desde entonces nos referimos a él como el marihuano.

Hace poco Iván me prestó el libro “Los adoradores de la muerte” de Mario Monteforte Toledo, un autor del que había leído solo un texto, cuya experiencia fue agradable. En la historia un grupo de personas lideradas por alguien convincente llegan a formar una pequeña sociedad alejada del resto y de los convencionalismos de éstas. De lo más llamativo de sus leyes está que realizan periódicamente un sorteo que define las personas que han de morir en ese momento por voluntad propia.

El ser humano cuanta con libertad limitada. Están los limites naturales como los físicos, las leyes de la naturaleza que rigen el ambiente y, en sociedades civilizadas, el derecho de otras personas. Y luego están los límites que se impone cada uno como lo son el código moral y las creencias. (No merece mención los límites impuestos por coerción).

El ser humano tiene la tendencia a limitar su propio campo de acción aceptando, por ejemplo, la moral de otro, lo que se juzga bien y mal por parte de la sociedad, el “qué dirán”, las creencia en cosas como la suerte, deidades, energías, números y colores que ayudan a la buenaventura, horóscopos, adivinaciones, etcétera.

A los límites naturales se le añaden límites que no lo son, o no deberían de serlo, porque están fundamentados en razones equivocadas o falsas. Es como si al azar de la muerte, que es algo natural siempre que no sea provocada, se agregara el sorteo que describe Monteforte Toledo, y a propósito se redujera la probabilidad, ya incierta, de vivir más tiempo.

Aquello que creemos y lo que aceptamos como moral limita nuestro campo de acción. Haríamos bien en no apresurarnos a creer ni a aceptar sin cuestionar, razonar y evaluar.

Las siguientes semanas en la cuadra fueron algo aburridas. A las seis de la tarde nos entrabamos a la casa porque estábamos convencidos de que el marihuano de ojos encendidos y cuadrados, al que por alguna razón le añadimos gran fuerza y maldad para con los niños, acechaba nuestra cuadra con el objetivo de hacernos daño. Lo cierto es que nunca volvimos a verlo y desperdiciamos aquellas tardes de juegos viendo televisión, y para entonces ni siquiera teníamos cable.

Saludos

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