La navidad estaba próxima. Mis días de vacaciones se iban entre quemar cuetes, hacer largas caminatas con los amigos de la cuadra y fantasear con lo que me podrían dar de regalo para el veinticinco. Quizá ésta vez alguno de mis tíos me daría regalo: siempre fue uno, el otro o ninguno, nunca los dos, pero nunca supe si se ponían de acuerdo. Mi abuela, por aparte, solía decidirse por ropa y de ahí en más era muy prudente no esperar algún obsequio de alguien más, cosa de no desilusionarse. Aprendí eso de muy pequeño así que no me fue problema y, lejos de sentirme mal por no recibir cuando llegaba el discurso de: “Éste año no porque…” aunado a cualquier cosa que sonara a excusa, me sentía mal porque entendía que no tenían por qué darme ninguna explicación y no me era grato verles en tal predicamento. Cada quien decide cuánto puede y a quién desea obsequiar.
Mi padre tenía su método. Solía asignarnos una cantidad de dinero a cada uno, con mi hermano, para que nosotros mismos escogiéramos lo que deseáramos, siempre que nos alcanzara (curioso que casi siempre quisiéramos lo mismo), y si bien con ello el suspenso dejaba de existir, la satisfacción estaba garantizada. El ansia porque llegara la medianoche del veinticuatro era porque hasta entonces podía abrir los regalos que yo mismo había acompañado a comprar.
Como todas las navidades, nos juntamos en casa de la abuela y llegada la hora mi padre nos acompañó fuera para ser testigo y formar parte de la vasta pirotecnia, típica de éstas tierras. Nos ayudaba a quemar cuetes y canchinflines, que han sido sus preferidos. Era un momento extraño, quería que las luces y el ruido no terminaran nunca, pero también quería que finalizaran cuanto antes para poder utilizar mis juguetes.
Embelesado como estaba con el espectáculo que dibujaba luces por los cielos, aunque entonces no habían tantos colores como ahora, no noté cuando mi padre se fue de mi lado. Cuando fui consciente de su ausencia y voltee para ubicarlo, le vi venir con mi regalo. Aquella navidad sí me había procurado una sorpresa.
Traía, tomada del timón y del asiento, lo que sería mi medio de transporte por unos cuántos años: una BMX azul, con protectores y ruedas blancas, el regalo que tanto había soñado y que no imaginaba que llegaría a tener.
El asiento estaba alto, así que tuve que esperar, con la desesperación propia de la edad, para que lo acomodaran. Una vez estuvo listo pasé horas recorriendo las cuadras iluminadas por las lámparas del alumbrado público y los árboles navideños que asomaban por las ventanas de las casas vecinas. Diría que me sentí el dueño del mundo, pero es una frase muy cliché para mencionarla.
Hace un par de días una amiga publicó en su Facebook una frase que me gustó, la misma dice: “Mi meta es ser feliz, no perfecta”. Di el “me gusta” correspondiente, pero contrario a lo que pasa casi siempre: que gusta una frase y luego uno se olvida de ella para siempre, no he dejado de pensar en esas palabras.
Hemos escuchado muchas veces que no existe nada perfecto, solo dios, agregan los creyentes. Pero nunca he estado de acuerdo con esa afirmación. Si algo cumple su cometido y lo hace en el tiempo esperado, tal resultó perfecto para lo que fue realizado. Por ejemplo: si necesitas enviar un paquete a una dirección y que esté entregado el viernes antes de las cuatro de la tarde y contratas a una persona quien realiza el trabajo y lo entrega antes de la hora acordada, su trabajo fue perfecto, independientemente de lo que haya realizado para llevarlo acabo. Si tienes una casa, cuyo objetivo es resguardarte, protegerte del frío y darte un techo que te cubra de la lluvia y dicha casa cumple con todo ello, esa casa es perfecta según aquello para lo que fue creada.
¿Por qué no podríamos ser, entonces, perfectos en función de los resultados de nuestras acciones?
La felicidad, esa que unos dicen que se alcanza, otros que se vive a cada instante y otros que es inalcanzable. Esa que muchos dicen perseguir pero que ni siquiera logran definir. Esa cuya fórmula parece no estar clara y que tantos y tantos éxitos en venta de libros ha dado. Casi todos estaremos de acuerdo en la importancia que tiene, pero quizá no tiene por qué pelear con el deseo de alcanzar perfección.
Quien disfrute su profesión quizá quiera alcanzar un grado de perfección en el desarrollo de sus habilidades y tareas. Quien ame a sus hijos quizá quiera llegar a cumplir las funciones correspondientes anhelando ser un padre perfecto. Y así podría aplicar a cada una de las áreas de nuestra vida. ¿Por qué conformarse con menos? ¿Por qué no anhelar la perfección? ¿Qué problema habría en hacer un esfuerzo por ser lo mejor que podamos en las distintas áreas de nuestra vida? Que se logre o no, sería otra historia. Una persona no puede ser perfecta en todas y cada una de sus acciones, pero sí puede dar resultados perfectos de acuerdo a metas trazadas.
Por ejemplo: si un vendedor alcanza su cuota de ventas, es que realizó un trabajo perfecto en función del resultado.
Mi primo me dijo que, mejor que la mía, su BMX era cromada; algunos amigos me dijeron que por qué azul y cada quien opinó que tal o cual color sería mejor; otros juzgaron que por qué con adornos blancos; que si tuviese esto o aquello, aseguraban, sería mejor. Lo cierto es que aquella bicicleta era perfecta por tres razones: primero porque como bicicleta cumplía a cabalidad las funciones que de una bicicleta se esperan; segundo porque me gustaba tal cual era, si he de ser honesto no sé si porque yo la hubiese escogido así o porque fue el regalo sorpresa que me hizo mi padre en una noche que también fue perfecta; tercero porque era mía.
Una persona que conozco suele decir: “No somos perfectos, pero sí perfectibles” y en esa ambición no puede haber nada de criticable y por el contrario sí mucho de plausible.
Saludos